sábado, 7 de mayo de 2016

"Encuentro fatídico" por Carlota Dalton

Carlota Dalton es escritora cordobesa, residente de la ciudad de Río Cuarto. Ex-docente en escuelas primarias y secundarias. Profesora de Literatura y Castellano.
 Colaboradora en diario Puntal de la ciudad de Río Cuarto y en revistas universitarias y folletos.
Escritora de cuentos y novelas, participa en el campo literario con obras poéticas y narrativa variada, formando parte de grupos literarios, especializándose en cursos de narrativa y poesía general.


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                                                      "Hay puertas que  nunca deben ser abiertas"
Trató de hacer el menor ruido posible cuando entró en el baño. En la casa todos dormían y el silencio era como otra manta extendida en esa cruda noche de invierno.
Cecilia temblaba, no sabía si de frío o de miedo. Sus pies descalzos pisaron las baldosas y se estremeció. Al cerrar la puerta, encendió las luces dicroicas que se encontraban sobre el espejo.
¡El espejo! Pensar que no deseaba ir a esa reunión de pijama party porque le tenía terror a la oscuridad y a las historias de fantasmas que se contaban en esos encuentros adolescentes. Pero su amiga Tiziana le había rogado que formase parte del grupo y decidió asistir a último momento.
De lo que allí se había conversado derivaba esta ridícula actitud que la estaba poniendo tan nerviosa. Ella no creía en aparecidos, pero siempre pensaba que algo de eso podría ser verdad, teniendo en cuenta la cantidad de historias que circulaban en los claustros estudiantiles, y que no deseaba quedar postergada entre el círculo de sus amigos y calificada como una estúpida timorata.
Apenas dio comienzo la juntada comenzaron a discurrir ideas, hipótesis locas y desaciertos que no coincidían en nada con la realidad a la que siempre se había ajustado. “¡Esas eran historias absurdas para asustar niños!”, se había dicho una y mil veces. Pero al cerrar la jornada y tener que enfundarse en las bolsas de dormir, no pudo cerrar un ojo. Las luces y las sombras provenientes de la calle se le antojaban como largas manos descarnadas avanzando directamente hacia su cuello.
A su lado, Tiziana dormía el sueño de los justos mientras ella se desvelaba, discurriendo mil tonterías, en tanto el ruido de las gomas de los autos deslizándose por las calles húmedas sonaba como el siseo de una serpiente acercándose al dormitorio, escalando paredes, atravesando el ventanal sin siquiera trizar ninguno de los vidrios.
Al amanecer, Cecilia se levantó dispuesta a irse, pero al mirar por los cristales y ver el cielo tormentoso comprendió que se hallaba muy lejos de su casa y debía esperar a que su padre pasara a recogerla. La charla de sus amigas se parecía al cotorreo incesante de las loras sobre los perales de la quinta de su tío Eusebio. Sentada cerca del calefactor aguardó con una taza de café caliente en una mano y una factura en la otra. Casi no probó bocado; sentía un potente nudo nervioso en el estómago.
Al llegar su padre, se despidió de sus amigas y descendió los cinco pisos por un ascensor que se le figuró tan lento como una carreta tirada por bueyes.
Subió  cabizbaja  al auto, pero su padre no se dio por enterado. Sabía que su hija era de por sí callada y reservada y arrancarle un comentario le costaba un esfuerzo más grande del que él estaba dispuesto a hacer.
Cecilia pasó todo el día mirando la lluvia finita que mojaba el césped quemado por el frío de los días anteriores. El invierno se anunciaba riguroso, y ella lo odiaba. De lo único que estaba conforme era de sus paseos por la costa, pisando la arena brillante bajo el pálido sol que se dejaba ver entre las nubes.
Mar del Plata era un páramo esa tarde de sábado cuando se adentró en la extensa costanera de la Bristol, se apoyó en el león marino y miró con tristeza el monumento a Alfonsina Storni, su poetisa preferida. Todo estaba cubierto por un color plomizo. Al atardecer, con el pretexto de que tenía que estudiar para la evaluación del lunes, se recluyó en su dormitorio. Sentía un progresivo ardor en el estómago a medida que el sol se ocultaba y conocía bien el motivo. La noche estaba cerca y con ella los demonios desatados por aquel juego realizado en casa de Águeda Reyes, la acosada por compañeros y por uno que otro profesor, puesto que ella daba a entender una supuesta promiscuidad que se hallaba lejos de poseer.
A las tres de la madrugada, en medio de la ventisca y del rechinar de puertas y ventanas, ascendió la escalera que la conducía al ático. Allí había un pequeño baño con un gran espejo oval sobre la batea. Había escogido el lugar más alejado de las habitaciones ocupadas por su familia para poder obrar según las indicaciones, para evitar los imprevistos que surgieran de los efectos de aquella prueba.
Temblando bajo la bata de franela y descalza para no producir crujido en las escaleras, Cecilia llegó hasta el baño y encendió las luces. Se mantuvo en un costado, apoyada en los azulejos blancos, juntando coraje. Luego se acercó hasta el lavabo y miró su rostro en el cristal. Nada extraño ocurrió. Allí estaba ella, con su largo cabello recién cepillado, sus ojos enormes de un suave color caramelo, sus mejillas pálidas y su nariz respingada. Su corazón galopaba, notaba un gastado resplandor en el techo del baño pero lo atribuyó al reflejo de las luces dicroicas.
Sonrió y la imagen le sonrió también. Abrió la boca y se pasó la lengua entre los dientes; la imagen le respondió con idénticos movimientos. “Todo es una farsa,” se dijo mientras sacaba de uno de los bolsillos de su bata una caja de fósforos y una vela.
Encendió la vela con un fósforo y pronunció las palabras de la invocación: “María, María, María, ven a mí en este día, alcánzame con tu fuego, te ofrezco el alma mía.”
Nada ocurrió. Esto la animó a seguir con el ritual. Apagó las luces y con la mano libre sostuvo un espejo pequeño dando la espalda al más grande. Colocó la vela encendida delante de su rostro:”María, María, María, ven a mí y sostén el alma mía.”
La llamita de la vela osciló. Podría ser una corriente de aire, tal vez su propia respiración. Ningún ruido alteraba el silencio sepulcral alrededor.
“María, María, María…ven…a mí…”
Algo se deslizó velozmente por el piso y ascendió reptando por los azulejos. Cecilia sintió que la cera caliente chorreaba por su mano, pero no podía moverse. Miró el espejito que sostenía y hacia el espejo oval a sus espaldas.
Intentó correr pero sus piernas no le respondían y su boca murmuró las últimas palabras de aquella ceremonia prohibida. Elevó el espejo de mano hasta sus ojos. Sus ojos ya no eran sus ojos. Dos huecos negros los reemplazaban y de ellos fluían gusanos que se deslizaban por sus huesudas mejillas.
El horror estaba allí, no enfrente ni al lado, sino dentro de ella misma.
Entonces se volvió hacia el espejo grande y ya no necesitó la débil llamita de la vela: el infierno estaba ante sus ojos, con sus horrores al desnudo, con sus crucifixiones y maldiciones escarbando en su cerebro, comiéndose su carne, taladrando los huesos de su calavera donde sólo el pelo largo brillaba bajo las luces del marco del espejo
Y gritó. Pero no pudo oír su grito.
La encontraron a las primeras horas de la mañana. Nunca supieron lo ocurrido. Sus ojos vacíos de toda luz no podían demostrar el menor indicio de lo ocurrido, ni su boca fue capaz de emitir la mínima señal que lograse advertir a nadie sobre el destino que ella misma se había creado para habitarlo por toda una eternidad.
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