jueves, 23 de junio de 2016

"Nepento" por Gustavo Ramos

Gustavo Ramos (1984, Quilmes, Buenos Aires) demostró tempranamente su interés por la escritura cuando se acercó a autores como Poe, Guy de Maupassant o H. P. Lovecraft abriendo un nuevo panorama para su llama creativa.
Es profesor de literatura y ha ganado premios de poesía en dos oportunidades. Fue uno de los fundadores del ciclo de lectura mensual  “Club Atlético de Poetas” en la ciudad de Bernal, localidad de Quilmes, que aún continúa desarrollándose.

 (También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde el siguiente enlace:

Aún no sé cómo empezó todo esto, cómo pudimos ser tan tontos. Sus rostros me observan ahora con la luz del poniente, fríos y muertos.
Todo comenzó hace menos de dos meses. Esteban trajo la idea, siempre el innovador del grupo, siempre el deseoso de experimentar con lo que viniera. Se había metido en el cuerpo todo lo que había caído en sus manos, todo lo que pudiera conseguir en el mercado negro. Por la nariz, por la boca, por las venas, todo había transitado ya para su deleite o para su espanto, pero lo que trajo esa tarde era muy distinto al resto. Ya no éramos pibes, ya no éramos libres, el tiempo nos corría y con su escoba nos iba barriendo días y días; ya no nos veíamos tan seguido. Jorge, el más introvertido del grupo, trabajaba como un esclavo; era empleado de una tienda de electrodomésticos, claro que de la parte de atrás, en el depósito, se encargaba del embalaje, no podría atender a alguien aunque se lo obligaran, su timidez era extrema, se le mezclaban las palabras o hablaba con un hilo de voz que sólo podrían escucharlo las hormigas. Sin embargo, con nosotros era más suelto, claro, éramos sus amigos de toda la vida, desde los quince, bah, ahora ya con treinta y pico había perdido la vergüenza pero en verdad cuando se emborrachaba era cuando hablaba en serio, cuando decía lo que sentía, esa soledad, ese deseo febril de estar con alguien más que sólo con su colección de historietas, con alguien más que con nosotros que éramos los pocos que lo entendíamos y sí, sabíamos de qué hablaba el pobre. Su timidez le había arrasado la adolescencia, la juventud, todo o por lo menos la parte sexual, la de las chicas, la de encarar y ese peso lo llevaba tan mal que ni el alcohol podía desinhibirlo en esas noches de bares cuando salíamos, era demasiada su coraza.
Con Esteban era otra cosa, él más bien era un Don Juan, no tenía problemas con eso para nada, más bien teníamos que aguantarnos sus peroratas, sus anécdotas siempre agrandadas sobre mujeres que había conocido de las maneras más extrañas, como si de una película se tratara o como si nosotros fuéramos unos idiotas, pero a él le daba igual, debía contarlas para, tal vez, levantar su autoestima, superar su inseguridad. Tenía la necesidad de comunicar esas hazañas amorosas, que no digo que no existieran, a diferencia de Jorge, a Esteban sí lo había visto con mujeres dando vueltas, pero no eran tan terriblemente espléndidas como insinuaba en sus relatos, más bien eso era el agregado para sentirse bien, para compararse a mis pobres conquistas o a las inexistentes de Jorge, pero bueno, ese, como dije antes, no era el problema de Esteban. Su problema era otro.
Él también era un esclavo del trabajo, como todos, pero a eso se le sumaba su jefe: Osvaldo Sánchez. Me sabía el nombre de memoria por cómo él lo repetía; ese sí que era un hijo de la gran perra, siempre gritando, rebajando, enfermando a sus empleados por los motivos más retorcidos. Esteban no lo aguantaba más, pero no podía renunciar a esa oficina. Trabajaba en la sección de contabilidad de una empresa, la paga era buena, pero lo que se tenía que aguantar era demasiado. Ese viejo parecía ser bipolar o maníaco depresivo: un día venía alegre, casi invitándoles a una cena para que el grupo de trabajo se afianzara más, para comentar mejoras de la empresa y, al día siguiente, te venía con un martes trece, que todo lo que venían haciendo estaba mal, que así no iban a llegar a ningún lado, pero lo peor era que se iba de mambo y empezaba a insultar, se agarraba con uno en particular y se metía con su vida privada, que no servía para nada, que se mirara y todo se iba al traste. Ya no se entendía hacia dónde quería llegar, se había perdido el motivo primero de la discusión. Todos estaban atemorizados y nadie quería decir nada, nadie defendía al acusado del día por temor a represalias y cada día era igual, con el mismo miedo de ser al que le tocara hoy bancarse la locura del viejo. Parecía hasta cierto punto una estrategia maquiavélica, un “divide y triunfarás” maléfico, una búsqueda de respeto que tal vez ese jefe nunca había podido lograr en la escuela ni en su propio hogar y ahora buscaba, con su autoridad, recuperar tantos años perdidos, sintiendo placer por cada rostro compungido, por cada lágrima de joven sonrojada que no podía aguantar sus palabras. Pero Esteban sabía que eso no era normal, que ese tipo era un enfermo, que no sabía nada de nada, que no hacía más que comerles la cabeza a los empleados con sus quejas. Pero sabía también que no podía hacer nada, era uno más de tantos y por eso lo odiaba, profundamente odiaba a su jefe porque hacía que sus días fueran infelices, todo el tiempo pensando en esas palabras hirientes sin que pudiera contestarle de igual modo, sin que pudiera parar los insultos, siempre con la tensión de ser el próximo en la lista, siempre con ese rostro molesto, esa mirada de fuego apuntando a su mente, revoloteando como un buitre en su cabeza, no pudiendo detenerlo, queriendo que callara por dentro; y esa violencia se sumaba a la ya cotidiana violencia urbana, esa difusa, siempre latente, esa que estaba en cualquier parte y en cualquier momento podía atacarte y todo se volvía realmente insoportable, realmente asfixiante. Por eso Esteban se drogaba, por eso buscaba la forma de callar esas voces, de detener el tiempo, de evadirse un momento. Lo había intentado con todo, pero siempre el acostumbramiento lo volvía inmune, lo volvía obsoleto. Necesitaba algo certero para detener ese infierno interno, sus nervios le habían impedido hacer yoga u otras prácticas de relajación; no podía mantenerse quieto por mucho tiempo, empezaba a picarle todo como si su cuerpo reaccionara en contra de eso, su ansiedad lo superaba, no podía más que darse cuenta de ello, pero nunca pasaba de ese primer paso, saberlo.
Lo poco que le quedaba de autoestima hacía que no quisiera ir a un psicólogo, no quería caer en eso, no quería estar pagando de su sueldo por culpa de ese viejo hijo de puta. Era demasiado terrible, no lo soportaba pero, sin embargo, igual lo hacía. De alguna manera se auto-medicaba, consumía para bajar la ansiedad, para intentar detener el constante repiqueteo de la mente. Odiaba tanto ser tan débil, tan permeable, no poder mandar todo a la mierda, no poder dejar de pensar en aquello durante todo el día, no poder detener eso, era más fuerte que él y yo lo sabía.
Yo hacía las veces de pseudo-psicólogo para mi amigo; venía a visitarme y me contaba de todo. Con Jorge no podía, sólo asentía, no lo ayudaba, no sabía qué decirle, yo por lo menos lo aconsejaba, también entendía de eso, también un poco me pasaba lo mismo en mi trabajo docente, más bien a todos nos pasaría un poco, sólo que cada uno buscaba distintas herramientas para contrarrestarlo.
Yo trataba de sacarme el laburo con un buen baño y prometerme que cuando cerrara la puerta de mi depto las preocupaciones quedarían del otro lado. Claro que a veces eso no daba resultado. Si el día había sido arduo y problemático, si había tenido alguna cuestión con algún alumno o con algún padre o directivo no se haría nada fácil, pero por lo menos lo veía como gajes del oficio, como lo dado, aunado a todos los demás que también pasaban por lo mismo. Lo aceptaba de alguna manera, me conformaba, aunque suene mal, a los treinta con el laburo. Uno se empieza a conformar al mismo tiempo que se empiezan a deshojar sus sueños o así lo veía yo por lo menos, alguien sin la suerte de poder vivir de arriba o trabajar de lo que en verdad quería, ser escritor sería mi sueño pero, bueno, ven que por lo menos aún lo intento.  
Tal vez la diferencia con Esteban era que lo que estaba viviendo no era normal, es decir, ese tipo estaba realmente loco y peor, estaba al mando, cambiaba las normas de convivencia como se le cantaba y los horarios y todo lo que quisiera para molestar a sus empleados. En cambio, tanto Jorge como yo teníamos reglas más fijas, más cotidianas, tal vez por eso más tediosas, pero por lo menos podíamos controlarlas, no cambiaban cada semana, algo que en verdad enloquecería a cualquiera. Pero bueno, sólo les quise mostrar un poco de la vida que llevábamos antes de lo que nos pasó o, mejor dicho, lo que les pasó a mis amigos aunque yo me siento parte, realmente a la par con ellos más allá de que no haya experimentado con esa abominación.
Como les dije, Esteban conseguía siempre de todo. Ya de pendejo era así, siempre al que más le gustaba jugar con sus límites, con los extremos, con el dolor y el placer. Fue el primero de los chicos de mi barrio al que vi con un tatuaje, el primero con un piercing y el primero que había probado ácido. Era un innovador, le gustaba sentirse así, que lo vieran, que lo admiraran, tal vez, por la falta de esa aceptación por parte de sus padres separados que nunca le dieron mucha bola, pero ya era parte de su personalidad y así igual lo queríamos.
Aún recuerdo el día en que Esteban trajo esa monstruosidad a mi casa. Aquí todo empezó y aquí todo ha vuelto. Esteban llegó con una sonrisa en el rostro que no se le veía desde la última hazaña amorosa que nos contara, tal vez otra de sus maneras de evadirse de su realidad laboral. Ni bien llegó, se sentó en el sillón al grito de “¡Tienen que ver esto!” y sacó un pequeño cofrecito.
–Lo traje recién salidito del horno, jeje –dijo Esteban, con una sonrisa enloquecida y mirando fijamente el cofre mientras lo abría con cuidado.
–Pero… ¡Qué es eso, loco! –dijimos casi al unísono Jorge y yo.
–¡Es un modelo experimental, lo último en genética! jeje. Es la nueva droga, loco. Tienen suerte de poder verla, no hay mucho de esto por acá, por ahí algún rico la tenga pero sólo algunos. Es caro pero tengo mis contactos…–dijo Esteban con aires de conocedor.

Ante nuestros ojos se encontraban tres pequeños gusanitos blancos con un tenue color violáceo que se retorcían levemente en el interior oscuro del cofre.
–Pero ¿qué carajo se hace con eso, loco? –pregunté realmente intrigado.
–Pará, Seba, ahora te cuento. ¡Es lo que estaba buscando hace bocha! –dijo regocijándose Esteban–. Este gusanito está genéticamente manipulado para salvar al ser humano, jeje. Sólo te lo tenés que esnifar y…
–¡¿Qué?! –dijimos otra vez al mismo tiempo Jorge y yo con una mirada de completo asco.
–¿Estás loco, Esteban? ¿Quién carajo se va a esnifar esa mierda? ¿Quién te pensás que somos, Marley? –le dije, medio en broma, no creyéndome en verdad que lo que decía iba en serio.

Pero Esteban no se reía del mismo modo que nosotros, más bien lo hacía de algarabía y, como sin escucharme, continuó con su explicación:

–Sólo tenés que esnifarte uno, el gusanito después continúa el recorrido hacia el cerebro. Está todo comprobado, loco. Ahí muerde un receptor que hace que las preocupaciones se apaguen, es algo de la sinapsis o algo así. ¿Entienden lo que digo? Las cosas que nos queman tanto la cabeza día a día se las morfa este bichito sin problemas y después de toque se muere porque no tiene oxígeno. “Nepento” le pusieron de nombre, “el quita-penas”, jeje. Es perfecto, es lo que estaba buscando, algo constante, que se mantiene en el tiempo, eso es lo bueno. Tal vez en algún momento se reconstruya el neurotransmisor del orto que tenemos en el cerebro pero siempre tendremos otro gusanito más para mandarnos y listo, jeje. ¿Qué me dicen?
–Que estás re loco, chabón. ¿Cómo te vas a creer esa gilada? A lo sumo lo que vas a tener es una migraña de aquellas metiéndote eso en la cabeza. No hay cosas mágicas para los problemas. Te re jodieron con eso, loco. Te robaron la plata –le dije, completamente escéptico.
–No me importa lo que digan, yo igual lo voy a probar, no me voy a quedar con la duda. No pierdo nada. ¡Y lo que puedo ganar es mucho!

En verdad, sólo yo le había contestado. Jorge, en cambio, estaba como estupefacto mirando a esos seres diminutos que se retorcían, tal vez pensando en lo que decía Esteban, tal vez pensando en las tantas veces en que había perdido oportunidades de estar con una chica por sus problemas mentales, sus miedos, sus preocupaciones, su no poder relajarse, pero igual no se animaba, era demasiado cobarde. Esperaría a que fuera Esteban el que lo hiciera primero.
Pobre Esteban, estaba tan enloquecido por salir de sus quilombos, estaba tan lunático por estar rodeado de locos, que buscaba fórmulas mágicas e instantáneas para cosas tan concretas, para determinismos tan fácticos. Era bancársela o mandarse a mudar, siempre habría otro trabajo, pero Esteban no lo veía así. Aunque se lo hubiera aconsejado mil veces, estaba como bloqueado, igual lo entendía, ese jefe lo tenía atrapado en sus redes, era difícil salir de allí, decidirse a dar el paso, pero ¿terminar haciendo esto por no pensar en verdad en lo que estaba pasando? Otra vez estaba surcando los extremos, otra vez probando sus límites pero, esta vez, quizás no sería tan fácil volver como en una resaca al atardecer.
Luego de contarnos su teoría de esos gusanos enanos y repelentes, acto seguido Esteban dijo: “Ya no puedo esperar más, tengo que ver si es verdad” y fuimos testigos de una escena tal que nunca olvidaríamos.
A lo que podía llegar el ser humano con tal de solucionar sus propios males, las cosas que creaba para contrarrestar los daños de su invención anterior era demasiado. Todo este sistema enfermizo de trabajo esclavo nos hacía consumir cosas que antes no necesitábamos, pastillas para dormir, café para despertarnos, pastillas para el estrés, pastillas anti-depresivas, anti-pánico. Y ahora esto, con ese nombre poético: “Nepento”, qué irónica manera de llamar a esa nueva enfermedad.
Luego de que Esteban esnifara con decisión a uno de esos aborrecibles seres blancuzcos, dejando dos más contorsionándose aún por la ida de uno de sus compañeros, Jorge y yo lo miramos como esperando ver una reacción de asco, como esperando que corriera velozmente al baño, pero nada. Era diminuto, nos dijo, más fácil aún que tomar merca. Intentó no pensar en nada, o mejor, en pensar en las dos grandes tetas de la última adquisición de la semana. Era tal el deseo de que le hiciera efecto, lo había probado todo y nada detenía el tumulto en su cabeza. Era tal el deseo de que lo que le prometieron se cumpliera que no sintió repulsa ni intentó vomitar ni nada; quería que hiciera su proceso, que pararan de una vez todas esas caras largas, esas palabras gritadas, esos miedos.
Yo también podría necesitar detener los problemas, los dramas cotidianos que todos tenemos pero esa no era la respuesta. Repetí a Esteban mi negativa y le dije que se llevara esa porquería de mi casa; sabía que los dos gusanitos restantes, aun reptando en la superficie del cofre, eran un regalo de nuestro generoso amigo.
Le habían dicho que tardaría una hora en ver los resultados. Luego de tomar unas hojas del cantero para sus queridos invertebrados y lanzarnos un “¡Maracas!” con esa sonrisa que siempre tenía tal vez para ocultar un dolor muy profundo, Esteban se fue, sin más, esperanzado.
Después de ese día, la vida pareció correr de la misma manera absurda y veloz con la que nos tenía acostumbrados, ya ni pensando en ese excéntrico momento de la tarde anterior cuando vimos esa demostración estoica o, mejor dicho, a lo Jackass, de a lo que puede llegar la mente humana hasta que recibí una llamada. Era Esteban, estaba exultante, completamente ido de alegría diciéndome que habían desaparecido, que todas esas enfermas palabras del cotidiano, todos esas puteadas ya no estaban, que hasta escuchaba a su jefe y no le sucedía nada, no le llegaban sus amenazas ni sus trastornadas quejas, que era un milagro, no podía creerlo, era lo que estaba esperando hacía tanto tiempo. Estaba feliz por mi amigo aunque, como ya dije, no creía en milagros ni fórmulas mágicas, todo me parecía más fruto de la sugestión, ya que no había que subestimar su poder.
El tiempo pasó y entre obligaciones y preocupaciones no podíamos juntarnos con mis amigos pero, por lo menos, nos quedaban los mensajes de texto. Así me enteré que el pobre Jorge también tomó la decisión, tal vez motivado por Esteban, de esnifarse a ese asqueroso gusanillo que lo esperaba ansioso dentro del recipiente. Yo no sentí celos, menos envidia, no quería saber nada con eso, me parecía realmente antinatural, realmente repugnante, era como ponerse siliconas o botox en el rostro para ocultar la vejez, era un supositorio, un placebo, una estupidez; la vida debía ser vivida tal como era, la vida era bancársela, sabiendo de lo bueno y de lo malo, sabiendo de que de esas dos cosas estábamos hechos y prescindir de una, por comodidad o cobardía, era perderse una parte importante de la vida.
Luego de eso, me enteré que Jorge también veía buenos resultados, más que buenos para su condición. El último fin de semana había podido encarar, sí, había podido quedar con una mujer para salir. Yo estaba feliz por él, quería salir a festejar y me sorprendía aún más por el poder de la sugestión en las mentes humanas. ¿O era en verdad que esos gusanitos repulsivos tenían algo que ver?
Recuerdo ese sábado en que nos volvimos a encontrar. Jorge estaba brillante, como nunca, y me hablaba con aire tranquilo y relajado, sin miedo a que lo escucharan las otras personas. Me contaba, efusivo, de la chica que había conocido, una tal Juliana, que era tranquila como él, perfil bajo, que le encantaba, que esperaba que todo saliera bien con ella, se estaban conociendo, no caía aun de todo lo que le estaba pasando. Por su parte, Esteban, también radiante, me contaba de lo feliz que estaba, que ya no venían los fantasmas, que ya nada lo atormentaba, que su cabeza estaba limpia, clara como nunca, que esa no era una droga, era la verdadera salvación para la humanidad, estaba eufórico. Luego, buscó convencerme, diciéndome que aún me esperaba el gusanito de la suerte y se reía de manera pícara pero yo le decía que gracias, que no, que estaba bien así, sin más, y entonces el diablillo se cansaba de insistir y se iba a chamuyar mujeres en el bar.
Después de esa noche, me fui con un sabor amargo. Me sentía extraño, hasta mal ¿Por qué sentirme así si ellos estaban tan bien? Me sentía una mala persona, yo también tenía mis mambos, hacía tiempo que no conocía a alguien que me gustara, hacía tiempo que me bancaba un trabajo que no me cerraba del todo, pero no había hecho nada para lograr mis sueños o lo había intentado poco, me había resignado antes de empezar, no lo sé, era mi culpa a lo sumo o mi circunstancia, ser un joven adulto del tercer mundo que no podía darse el lujo de vivir siendo escritor o esa era mi manera de justificar mi dejadez o falta de talento, de predisposición, de ímpetu para golpear puertas de editoriales y sacar ese bendito libro de relatos que aun ni había tipiado, que sólo eran hojas garabateadas tiradas por todos lados. Sí, era yo, no buscaría culpables, era yo el miserable que se conformaba con tan poco, con un trabajo que no le gustaba, con su vida pacata, y mi conciencia me lo repetía todo el tiempo, era tan grande su voz, tan alto sonaba, tan fuerte, y era tan pequeña, tan débil la vocecita de duende que me repetía que así estaba bien, todo bien, haciendo lo que hacía. Pero igual, más allá de las tentaciones, de las constantes molestias, más allá de querer callar también los gritos de la verdad, de probar suerte con algo más, esperanzarme con que pudiera lograr los sueños anclados, no sabía si sería capaz de hacerlo, de hacer como ellos e introducirme ese diminuto ser resbaladizo por las fosas nasales. Me resultaba espantoso, aberrante, el solo hecho de pensarlo me daba arcadas, me picaba todo el cuerpo, no, no podría jamás y ese miedo, esa impresión que me generaba sería la que luego me salvaría de un destino atroz.
Pasaron dos semanas después de ver a mis amigos, yo me encontraba en mi casa, tal vez pensando en mi frustrada vida de escritor, tal vez intentando garabatear algo en mi cuaderno, ya no lo recuerdo, solo sé que tenía el televisor prendido con el volumen bajo pero, sin embargo, pude escuchar de igual manera el informativo y lo que oí me sobresaltó. En la Capital, un hombre había disparado a sangre fría a su jefe en una empresa de publicidad. La víctima era Osvaldo Sánchez. Lo primero que me vino a la mente fue Esteban, sí, había sido él, ahora estaba prófugo y pedían su cabeza.
Todo me empezó a dar vueltas. ¿Cómo había podido ser si yo lo había visto tan bien ese sábado? No podía entenderlo. Traté de comunicarme con él inútilmente, su celular no parecía encendido. Intenté entonces comunicarme con Jorge, tal vez él sabría algo de su paradero. Tampoco contestaba su teléfono. No sabía qué hacer, a dónde recurrir, claro que ni pensé en la policía, también tenía miedo de ir a su casa y arrastrar así a la cana a su departamento ya que seguro me seguían, pensaba paranoico, era su amigo, pero no, el primer lugar que habrían ido a buscar sería ese, figuraba en su trabajo que ahí era su domicilio; era un tonto, claro que ya habían ido a inspeccionar su casa, él no estaría allí.
Decidí ir al depto de Jorge, era un PH cerca de las vías. Aunque golpeé insistentemente nunca apareció. De una ventana contigua a la casa de mi amigo, salió un joven que me dijo que el pibe de al lado se había ido, que se había mandado una re cagada mal, que había intentado violar a una chica, que vino la policía, que se tuvo que escapar. Ésta noticia colapsó mi mente: Jorge, un intento de violación. No podía creerlo, mis dos amigos implicados en tan poco tiempo en dos hechos terribles. ¿Cómo podría haber pasado esto? No podía ser, debía haber una explicación, yo los conocía bien, ellos no eran así, no eran capaces de hacer cosa semejante. ¿Por qué no se comunicaban conmigo? ¿Dónde estaban? ¿Por qué no daban la cara y decían la verdad? Nos conocíamos desde los quince años, toda una vida, éramos casi inseparables.
Estaba deseoso de que aparecieran, pero el día que finalmente volvieron a mí, hubiera preferido que no lo hicieran. Y ahora, aquí estamos, los tres en mi casa, ya no buscan esconderse, saben que en cualquier momento la policía puede llegar. Todavía no me han pedido declaración, pero ellos ya están cansados, cansados de escapar. Ya no les importa nada, ya no son ellos, son otros, ya no sé a quién tengo bajo mi techo. Me observan con miradas vacías, caminan tambaleándose, sangran por la nariz de manera esporádica, miran cada tanto por la ventana como fieras encerradas, gruñen, más por dolor que por disgusto y, poco a poco, voy entendiendo su historia. Fueron los gusanos, sí, los gusanos devoradores, los miserables “Nepentos” corroyeron las débiles mentes de mis amigos para siempre. Primero les dieron el Cielo, lo que tanto ansiaban, pero luego siguieron por todo, por todo su frágil cerebro. En teoría, morirían a las pocas horas pero no fue así, se quedaron allí y se siguieron alimentando con ellos, surcando su cráneo, digiriendo cada hemisferio, lobotomizándolos por dentro. Su calma, su paz se convirtió, poco a poco, en ira, en odio, en un desinhibidor tal que no pudieron controlar sus impulsos. Los gusanos desintegraron la masa encefálica que los mantenía mansos, que controlaba sus instintos más oscuros y allí, cuando desaparecieron uno a uno los dones antes dados, cuando Esteban volvió a escuchar la voz crispada de ese viejo malsano, cuando su mente no pudo detener el deseo de aniquilarlo, cuando continuó enfermándolo durante días sin descanso, fue cuando decidió darle muerte de un balazo.
Así igual pasó con el pobre Jorge, todas las virtudes adquiridas desaparecieron y volvió el titubeo, el tartamudear al hablar con la joven que había felizmente conocido y, al ver que ella se alejaba, al ver que no podía comunicarle nada, que otra vez la coraza lo sumergía muy dentro en su timidez y otra vez volvía a sentir el rechazo de las damas, explotó y quiso tenerla igual, poseerla incluso, sobrepasar el vínculo, la dificultad, sobrepasarse con la joven Juliana que huyó despavorida en esa última cita frustrada.
Y así ahora están, en este atardecer, ya babeantes, carcomidos, sin alma, sin un gesto que me haga notar que son mis amigos. Estoy destrozado, son ellos, los de siempre, los de antaño ¿Cómo puede ser? Sólo puedo llorar al verlos morir de a poco. ¿Qué más puedo hacer para ayudarlos? ¿Cómo sacarles esos terribles gusanos? Es imposible. ¿A dónde llevar a esos dos prófugos? No hay salvación y todo parece escrito. Jorge repta, ya ha atacado su cerebelo y no puede mantenerse erguido. Esteban aun mira por la ventana ido, encorvado, con un rostro seco enchastrado de sangre y baba.
De golpe, escuchamos las sirenas. Es el final, están llegando, los han venido a buscar. Jorge, tal vez con un pequeño halo de conciencia, le suplica con gestos entrecortados a Esteban que le dé el revólver. Con lo poco que le queda de mente, tal vez piensa en lo que le hacen en la cárcel a los violadores. Esteban le acerca el arma balbuceando un “Maraca” y Jorge sólo puede, dificultosamente, acercarse el caño a su sien y disparar para mi horror, intentando a la vez matar así a ese maldito gusano devorador. Esteban, entre tanto, sin una mueca de espanto ni asombro, sale por la puerta caminando a tientas, como ciego; ya le está comiendo el cerebelo. Las sirenas están aquí y, ante mis ojos, veo una escena que aun retienen mis retinas en noches de insomnio. Como un verdadero zombi en el ocaso, Esteban camina tambaleándose hacia los policías. El gusano sigue por dentro degustándose con sus sesos, pero él ya no siente, no escucha el grito de “Alto” ni las sirenas ni ve las armas apuntándole, ya no ve ni escucha nada más.
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1 comentario:

  1. En lo personal me encantó este relato. Felicitaciones Gustavo Ramos y gracias por tus colaboraciones.

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