viernes, 2 de diciembre de 2016

"Volver en el 74" por Gonzalo Gossweiler

Gonzalo Gossweiler tiene 32 años. Se recibió de Licenciado en Ciencias de la Comunicación en UADE. Es periodista de Ambito Financiero.
Empezó escribiendo cuentos de ciencia ficción en el taller literario del escritor Hernán Vanoli en 2014. A fines de 2015 el Ministerio de Cultura de la Nación publicó dentro de la colección Leer es Futuro su libro Antártida, con cuentos juveniles.
En 2016 comenzó un taller literario de pura ciencia ficción con el escritor Sebastián Robles. Actualmente se encuentra preparando un libro de relatos ambientados en el futuro.
Esta es su primer aparición en Revista Cruz Diablo.

También podés bajarlo en PDF desde el siguiente enlace:

Hace unos años trabajé en un restorán de San Telmo. Era ayudante de cocina del turno noche. Preparaba comidas básicas, lavaba platos, barría y me tenían de acá para allá. Pagaban una miseria, como en todos lados. Lo bueno era que al final del día nos podíamos llevar comida. Yo buscaba algunas milanesas y me hacía un sanguche tan completo que después no me entraba en la boca. Lo guardaba en una bandeja plástica que enrollaba en film y metía en la mochila. Con eso almorzaba al día siguiente. Además picoteaba de las sobras de los comensales junto con los camareros. No se puede creer cómo desperdicia la gente.
Por momentos se trabajaba mucho, pero también tenía ratos tranquilos para salir a fumar un cigarrillo. Casi no pasaban autos frente al restorán, así que la calle era bastante silenciosa. Me sentaba en el cordón, con los pies sobre los adoquines desparejos y miraba esas vías que vaya uno a saber qué hacían ahí. Creo que ahora está todo asfaltado. Yo me fumaba unos Camel y escuchaba a los grupos de turistas que buscaban dónde cenar.
Me gustó trabajar en ese lugar. Lo que no me convenció jamás era el horario: entraba a las 4 pm y salía pasada la medianoche. A veces, si los clientes estiraban la sobremesa, nos quedábamos hasta las 2 o 3 de la madrugada para limpiar, ordenar y cerrar el local.
Otro problema: siempre viví en Longchamps, tercer cordón del Conurbano. Es el límite entre la ciudad y el campo. "A la vuelta de la loma del orto", dice mi viejo. Para mí es más al fondo todavía. Con el tren se llega perfecto a Capital en una hora de viaje. El tema es que entre las 11 pm y las 4 am no hay trenes. Por eso volvía siempre en colectivo. A unas cuadras del restorán, sobre Paseo Colón, pasa el 74 de la línea San Vicente que termina en la estación de Longchamps.
El 74 tiene pasajeros que viajan siempre en el mismo horario, así que uno los va conociendo. En ese tiempo a veces esperaba en la parada el interno de las 00.15 con Mariana la enfermera. Después subían Pablo el periodista y José el empleado gráfico. El chofer era Raúl, un tipo simpático, vecino del barrio. En el de las 00.45 a veces me cruzaba con tres estudiantes de Diseño Gráfico de la UBA, Pedro el kioskero de Avenida Corrientes y un viejo con olor a sudor de pescado. Manejaba Willy, un roquero frustrado que nos quemaba la cabeza con Black Sabbath a todo volumen.
El último colectivo era el que llegaba unos minutos después de la 1:30 am y si lo perdía tenía que esperar hasta que se reanudaba el servicio a las 3:20 am, por lo que me preocupaba de estar a tiempo. En ese recorrido final solía estar una pareja de telemarketers, María y Facundo creo; un tipo de anteojos que se bajaba en Banfield y nunca hablaba; una señora con obesidad mórbida que ocupaba dos asientos y respondía al nombre de Sara; el Otaco, un pibe que se vestía de negro con cara de meditar el suicidio; y tres colegas cocineros de un hotel cinco estrellas de Puerto Madero -Javi, Pitu y Lean-, que eran con los que yo más me hablaba. Al frente del volante estaba Jorge, un insoportable hincha de Boca.
Aquel día fue jueves. Me acuerdo que el restorán estuvo bastante concurrido para un día de semana. Vino un grupo grande de extranjeros que dejó propina en dólares. Los atendimos como reyes y nos fuimos tarde. Tras cerrar la cortina metálica, corrí a Paseo Colón. Llegué justo cuando aparecía en la distancia el letrero de led naranja fosforescente del último 74 de la jornada.
-¡Que hacés, Marquitos! -me saludó Jorge, el chofer del "xeneize".
-Hola, George, ¿hoy también me vas a hacer pagar?
-Dale, boludo, que estoy laburando. Si el domingo Banfield le gana a Boquita te dejo viajar gratis toda la semana.
-No tiene chances Boca, de local gana Banfield. Les vamos a hacer pasar vergüenza -lo chicanee para seguir la conversación.
Hablamos un rato más. De Boca, de fútbol, de mujeres, otra vez de Boca, hasta que le puse la excusa de que me iba a sentar para dormir un poco porque estaba cansado. Saludé de lejos a los cocineros en el fondo y a la gorda Sara. En la fila de butacas individuales estaba el tipo mudo de anteojos y el suicida. Yo me senté delante de ellos. Al frente, a puros besos, estaban los telemarketers. Las cortinas de las ventanas estaban cerradas y las tenues luces violetas dejaban el interior en penumbras. El bondi parecía una habitación de telo barato.
Esa vez también viajaba un hombre de traje que iba dormido y en las curvas amagaba con caerse. Ya lo había visto antes, era uno de esos pasajeros ocasionales. Tras pocas cuadras, donde termina Parque Lezama, se subió una morocha con cara modesta, pero cola de contratapa de Diario Popular. Tenía un jean que le cortaba la respiración y el ombligo al aire con un piercing plateado. La miré hasta que se sentó y perdió el atractivo. Era nueva en ese horario. Me giré para atrás y le lancé un giño a los cocineros que estaban haciendo gestos obscenos en dirección a la morocha.
Me puse los auriculares e intenté dormir un poco. El hijo de puta de Jorge intercalaba aceleradas y frenadas. Te saboteaba el descanso. Pasamos Barracas, nos metimos por la autopista, llegamos a Avellaneda y entraron dos pibes con olor a porro. Se bajó la gorda Sara. En el shopping se subieron dos lesbianas de pelo corto, una era más femenina y la otra llevaba camisa a cuadros y pelo bien corto. Se sentaron cerca mío, del otro lado del pasillo.
Al dejar atrás el shopping de Avellaneda, el 74 entra en un laberinto de calles internas, casas horribles y negocios a esa hora cerrados. El colectivo gira a la izquierda, después a la derecha por una avenida y de nuevo a la izquierda en una esquina donde hay una fábrica abandonada. Ahí empieza Lanús, no sé si en los papeles, pero es la sensación que siempre me dio. Las casas se vuelven más feas y pobres, con ladrillos a la vista, chapas, grafitis, baldíos, perros vagabundos y tipos que toman cerveza en la calle junto a sus motos aunque sean las 2 am de un día de semana. En una parte del recorrido se siente olor a podrido que calculo se escapa de alguna fábrica. Debe ser insoportable vivir así.
En esa zona me ponía paranoico. Unos meses atrás habían subido unos chorros y a punta de pistola nos habían robado los celulares y billeteras. Después de eso andaba atento para esconder mi teléfono entre el asiento y la pared si volvían a asaltarnos.
Se ve que Jorge venía adelantado en el horario porque manejaba más lento que de costumbre. Los pibes con olor a porro se bajaron frente a una plaza a oscuras que daba la sensación de ser el lugar de una emboscada de chorros. Tal vez durante el día fuese un lugar normal, pero yo siempre pasaba de noche y esa parte del recorrido me ponía la piel de gallina. Me imaginaba que se descomponía el colectivo y yo quedaba ahí, presa fácil de un grupo de drogadictos psicópatas con navajas.
El 74 dobló a la derecha en la plaza y siguió por un depósito municipal, pasó por un asentamiento precario y frenó en el semáforo. Ahí era donde habían subido los chorros. Vigilé en todas las direcciones y me puse alerta cuando se abrieron las puertas. La morocha se bajó. Me acuerdo que pensé que ahí, sola, estaba regalada para un choreo. Cruzó frente al bondi y caminó por la vereda a mi izquierda. Estaba en línea recta a mi ventana y le eché una mirada a su cola de almanaque.
La chica caminó rápido y pasó junto a un montón de bolsas negras de basura. Algo oscuro se levantó y la morocha saltó a un costado. Eso que parecían bolsas se movía y sacó un brazo deforme que la agarró por la cabeza. Un grito muy breve quedó tapado por el ruido del motor. La cosa le arrancó la cabeza, que desapareció entre capas de una piel negra y brillante que parecía plástico a la luz de los faroles. La sangre le salpicó el cuerpo oscuro. Era una mole sin forma, un monstruo de bolsas. Se comió a la chica de la cabeza hasta la panza y después tiró el sobrante al medio de la calle. Las piernas envueltas en jean parecían las de un maniquí. Mi mente no podía procesar que la cintura desapareciera después del piercing del ombligo. En parte era una mezcla de cosas rojas que se derramaba como un tarro de mermelada de ciruela explotado en el piso.
En un momento el semáforo debe haber cambiado a verde y Jorge aceleró. La cosa percibió al colectivo y asomaron unos ojos. Avanzó unos metros, pero la perdí de vista cuando pasamos la esquina. Vigilé por la ventana de atrás y no vi nada.
Mi corazón golpeaba en mis oídos como si hubiera corrido varias cuadras a máxima velocidad, como si hubiese escapado de esa cosa a pie. Por un rato no pude respirar. Miré a los otros pasajeros y cada cual estaba en lo suyo. Los cocineros  veían un video en un celular y se reían, las lesbianas no paraban de hablar, los telemarketers dormían acurrucados, el tipo de traje estaba desmayado y babeaba el vidrio, el Otaco atrás mío tenía la capucha sobre la cara y el de anteojos me miró fijo unos segundos y apartó la vista. Jorge manejaba mal como de costumbre.
No sabía qué hacer o qué decir. No hice nada y no dije nada. Nadie me iba a creer. El colectivo dejó atrás Lanús y llegó a Banfield. El ambiente cambió enseguida. De repente lo que creía haber visto me parecía una locura. El de los anteojos se bajó en Maipú y Alsina y se me quedó mirando desde la vereda sin pestañear. Cuando llegué a Longchamps me tomé un remís porque no estaba como para caminar a mi casa. Al pagarle al remisero me di cuenta de que me temblaba la mano.
Me acosté y no pude dormirme hasta que salió el sol.
Falté al restorán una semana. Dije que estaba enfermo y me lo descontaron del sueldo. Busqué en las noticias y no vi nada raro, ningún cadáver en Lanús.
Cuando me reincorporé en el trabajo no quería volver en colectivo. Esperaba hasta las 3.30 am en el café de una estación de servicio para tomar el primer tren de la mañana. Una vez me animé y volví al 74. Temblaba como hincha de River infiltrado en la popular de la Bombonera. La pasé muy mal, pero no encontré nada raro. Al final renuncié y conseguí laburo en una pizzería de mi barrio. De día. Ya no ando solo de noche.
No sé que vi aquella madrugada en Lanús, ni me interesa. La imagen del cuerpo comido y la cosa esa con ojos... Además pasó en el medio de un barrio residencial donde nadie vio ni escuchó nada. A veces sueño con esa noche, pero yo ocupo el lugar de víctima y la chica me ve morir desde el colectivo, sin tampoco hacer ni decir nada.
El que va a laburar a la mañana y vuelve a la tarde en tren, el que está todo el día en una oficina en Microcentro o en Palermo, el que al mediodía se come una bondiolita en Costanera y a la noche está en la cama, o el que viaja en la comodidad de su auto; esa clase de tipos jamás me van a entender.
Hay cosas que pasan a la madrugada, cuando todos duermen.

SEGUINOS EN FACEBOOK:


4 comentarios:

  1. Muy bueno, hasta se puede sentir el vaivén del colectivo, y las ganas de saber que era esa cosa. Tal vez, es la aformidad que toma el miedo de andar a la madrugada, con toda la inseguridades que hay, y se encarna en el interior del protagonista.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es un gran relato que pinta muy bien la nocturnidad del conurbano a través de una historia de terror. Gracias por comentar.

      Eliminar
  2. Muchas gracias. La verdad que viajar de madrugada en ese bondi da más miedo que la más tenebrosa película de terror.

    ResponderEliminar